• David Meza

    David Meza (Ciudad de México, 1990) Escribió un libro llamado El sueño de Vishnu. Cree en la poesía con todos sus huesos, con todos sus músculos. Le gusta la magia, la relectura y ACDC. Perteneció a la Red de los poetas salvajes. Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México.

    El discurso de la hormiga

    I.

    Venimos del chaparral, y tú lo sabes. Al mirar de frente los ojos azules de Lía, esos mismos que hace unas horas ella había pintando con un pincel frente al espejo de su madre. Al corrige un par de líneas demasiado acentuadas en el iris delicado de Lía. Ella agradece con su acostumbrada sonrisa, que es algo como un niño balanceándose en un columpio rojo. Al sabe que no puede explicárselo de otro modo, eso es su sonrisa. Eso es su sonrisa, y su iris es tan profundo que el mar podría parecer una maqueta hecha a partir de todas las pestañas de Lía. Todos en el pueblo ya lo saben. Todos en el pueblo saben lo hay que saberse en un pueblo como el chaparral. Al temblaba ante los iris infinitos en los ojos de Lía. Todo el universo cabía en esos iris. El viejo del sótano toma la antigua máquina de coser y crea una lluvia para los habitantes del chaparral.

    He aquí la lluvia, les dice. He aquí la lluvia, mientras el granero de la señora Martínez resiente todas las gotas de agua que caen como ángeles que tan solo saben decir sus nombres. Todas las gotas de agua suenan distinto, ya había anotado el viejo mientras pasaba el hilo velocísimo por entre las telas que componían los verdes de los valles. Algunos pájaros del chaparral cantaban ya su oda a esas aguas. Y Lía que se quejaba de sus pocos sentidos. Y Al que la miraba como quien mirara el universo en una dama. En los ojos azules de una dama. (Todas las gotas de agua suenan distinto).

    La novedad era grande, porque en el chaparral nunca antes se había visto el color azul. Un viejo llamado Leonel había jurado alguna vez haber visto el color morado, pero en cuanto el pueblo le empezó a hacer preguntas al respecto, él decidió desdecirse y guardar o un gran secreto, o una gran mentira. Helo ahí, pensó Al, el azul es el universo. Y la chica con los cabellos largos y encurvados pensó en la sensación que causaría para sus nueve años. Entonces el viejo del sótano dibujó el cielo con un poco de tiza. Y el cielo estaba hecho, y el cielo le era bello. No está por demás decir que el cielo no existía antes. (Y no está por demás decir que el antes del antes no existía tampoco).

    Acaso una vez vi el morado. Acaso fue en una mañana de invierno en que la nariz de María no dejaba de olfatear el pan recién hecho de la panadería nueva, esa la de don Alberto, que tenía una fachada blanca con una marca que nadie supo reconocer. Habría que agregar que en el chaparral nadie sabía leer. Entonces los pájaros enseñaban cursos de escuela a los niños, pero los niños nunca estuvieron enteramente interesados.

    Pero era cierto, Leonel nunca había visto el color morado. Sí, sí, había visto por su viaje a la comarca de lodo a un pájaro color violeta escabullirse rápidamente entre las hojas. Pero, para ser sinceros, ese pájaro no era morado. Se le parecía, ya sé, ya sé, me estaría repitiendo copiosamente, casi rozando el hartazgo, la vieja Dominga. Pero lo cierto es que ese pájaro no era morado. Además el color de sus ojos era harto parecido al que hacen las cascadas cuando caen así de pronto contra el suelo.

    El viejo del sótano se cosió un pedacito de tela roja en el centro de su pecho, y dijo, aquí está, aquí está. Nadie, claro, pudo entender ese gesto. Y de los valles recién tejidos por la fría máquina comenzaron a descender los ríos. Y los ríos, acaso no tenga que decirlo, tampoco sabían su nombre. Y no, no, señora Dominga, tampoco habían visto el color morado.

    (La leche era una marejada quieta, como era de suponerse. Apenas la respiración de Lía que se entrecruzaba con la de Mario y que, a su vez, era reenviada levemente por la profunda exhalación ansiosa de Al, empujaba un poco la primera capa de la leche, creando entonces pequeñas ondas que se movían tan mínimamente que nadie hubiera apostado dos centavos a que la leche en verdad se estuviera moviendo. Era la leche un animal dormido, y respiraba. La luz también hacía su parte en aquel blanco movimiento, entraba como una cuchillada sobre la piel láctea de ese animal tranquilo. No hay nada como ser acuchillado por la espalda, se decía la leche. Y nadie, y me refiero a nadie, nunca cayó en cuenta de los sueños perdidos del vaso de leche. Acaso Mario, todo lleno de pelo. Pero acaso Mario).

    Tampoco nadie se percató de las hormigas que cruzaban el techo de la casa de don Alberto, quien si bien es cierto no era el mejor cocinero del mundo tampoco era el peor cocinero, pensaba para sí. Era el chaparral un lugar que soñaban las hormigas para darle sustento a su pequeño mundo. Verán, las caminatas eran largas, los días duraban cien años, los troncos eran continentes. Entonces tenía que soñar con la señora Dominga tan triste de la vida, y en tan secreto.

    Es cierto que las hormigas no eran buenas dibujantes, y también es cierto que el azul y el morado eran colores con las que ellas nunca lograron soñar. Pero no podemos dejar de lado que haber ideado el canto de los pájaros ya era bastante, y que haber ideado los problemas existenciales de Leonel usando para ello tan solo un poco de baba y tierra era ya una cosa de genios.

    La media luna era un dibujo de tiza, le dijo Al a Mario que identificaba con total precisión al menos cuatrocientos tipos de gotas de agua con sus cuatrocientos diferentes tipos de sonidos. Las tormentas eran un concierto para Mario, las nubes un instrumento musical hecho por la boca de algún ser de aire. Todos los Marios de la casa lo sabían, y esto es básicamente porque un Mario es igual a todos los otros Marios. Habrá sus diferencias, me grita doña Dominga desde la ventana. Habrá sus diferencias, le contesto.

    Una hormiga de color azul cruzó la frente del viejo del sótano que desde muy temprano en su edad había aprendido a odiar la vida. Y así era, no le gustaba la vida al buen viejo del sótano.

    Miguel siguió deshilándose hasta parecer un dibujo hecho de estropajo, un dibujo apenas garabateado por un niño con las manos manchadas en tinta sobre la hoja. Y así paseaba por el pueblo, y cuando el pueblo lo miraba lo miraba con pena, y cuando el pueblo le decía buenos días le decía buenos días con pena, y cuando el pueblo le decía buenas noches le decía buenas noches con pena. Hasta a la luna le hubiese gustado ser ese vaso de leche para ser bebido por un hombre sin dejar ya ninguna seña.

    Todos odian a quien odia la vida en chaparral, todos juzgan la vida como una cosa valiosa. Hasta la roca del río del valle que no está viva juzga la vida como una cosa valiosa. Yo también la juzgo valiosa, y me gusta, y es mi juicio mismo, y me baño mirando las estrellas junto al arroyo. 

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